Poco trabajo costó a Salustiano encontrar la URL (Uniform Resource Locutor o Localizador Uniforme de Recursos) de Antonio. Puso su nombre en el buscador y éste se vanaglorió de dársela en 0,14 segs. La copió cuidadosamente, ya que estaba en un Cibercafé y no disponía de tiempo, y la guardó en el bolsillo superior de su chaqueta.
Al mediodía en su casa la copió en el portapapeles y la pegó en la barra de su navegador.
Comenzó a navegar por ella.
Efectivamente era el mismo Antonio Pérez que vivió en su pueblo. El mismo señorito que tantas veces le humilló, que tantos golpes le dio. Aún conservaba en la espalda varias cicatrices producidas por golpes con la fusta. Bien es verdad que le daban de comer, pero siempre las sobras y a cambio de un trabajo de esclavo. ¡El señorito! Pero peor era su hermana, Susana. Poseía tanta maldad como belleza. Salustiano estaba prendado de ella, pero todo intento de mirarla a la cara era respondido con un golpe.
Navegando por la página vio que les iba muy bien. Si de jóvenes eran ricos, ahora lo eran más. La pequeña fábrica de perfumes que tenían en el pueblo se había convertido en una cadena nacional de establecimientos.
Salustiano recordó. Y meditó.
Posteriormente escribió un mensaje de correo electrónico.
Los padres de Antonio y Susana eran ancianos y vivían aún en el pueblo. Llenos de achaques de la edad y enfermedades, en cualquier momento podían emprender el último viaje, Ni Antonio ni Susana querían a sus padres, pero no perdían contacto con ellos por temor a ser desheredados.
Nada de esto se le escapó a Salustiano cuando escribió su e-mail.
Posteriormente siguió navegando por Internet desde donde imprimió un plano detallado de la ciudad. Señaló en él el domicilio de los hermanos, para lo que se valió de los datos que figuraban en su web. Abrió después la bandeja de salida de su correo electrónico y releyó el mensaje: “Queridos primos, vuestro padre se encuentra muy mal y requiere vuestra presencia, ya que quiere rehacer testamento. Mañana a las diez de la mañana irá un hombre de su confianza a recogeros, él os traerá al pueblo. Tras el acto notarial, os devolverá a la ciudad. Vuestra prima, Matilde”.
Satisfecho con su contenido, sonrió y le dio salida.
Se tumbó sonriente en la cama y se dedicó a descansar. El sol de octubre entraba casi horizontal por la ventana. El sopor se fue apoderando de su cuerpo. Pasado un rato estaba profundamente dormido. Poco después la noche fue cerrando sus postigos.
Era en la calle noche cerrada cuando se levantó Salustiano. Tras asearse, desayunó abundantemente y se situó ante un espejo encendiendo todas las luces del salón. Se observó en el espejo y quedó satisfecho. La iluminación era buena. Sacó de un cajón un gran mostacho negro y procedió a pegárselo con toda minuciosidad. Cuando hubo terminado y quedó satisfecho, se colocó una peluca de pelo largo, rizado y moreno, que colocó sobre el suyo, rubio y corto. Se tocó con una gorra de visera y completó su atuendo con unos desgastados pantalones vaqueros, una chupa de cuero negro y unas gafas oscuras. Sonrió al comprobar que ni su buena madre lo reconocería.
Cuando Salustiano salió a la calle un perro famélico olisqueaba en la basura y la luna, en cuarto creciente, se diluía con las luces del día. Miró su reloj. Eran las ocho. Disponía aún de dos horas.
Entró en una cafetería próxima, que solía frecuentar. Tomó café sin ser reconocido. Echó un vistazo a la prensa, aunque sus pensamientos estaban en otro lugar. Miró de nuevo su reloj. Ya era hora. Pagó y se encaminó al aparcamiento donde tenía el coche.
A las diez en punto estaba en la puerta del chalet de los señoritos, quienes subieron al coche sin siquiera saludarle.
-¿Cómo está el viejo?, dijo Antonio.
-Mal, contestó Salustiano.
-Pues dese prisa, hombre.
Salustiano estaba esperando la señal. Pisó a fondo. Las ruedas chirriaron en el asfalto, donde dejaron su firma de goma y humo.
La carretera se encaminaba hacia la sierra, por lo que cada vez se hacía más curva, pero Salustiano no levantaba el pie del acelerador. Los señoritos se iban poniendo pálidos mientras se batían de izquierda a derecha y de delante atrás. Progresivamente fueron cogiendo altura entre grandes barrancos. Susana gritaba “pare usted”, pero Salustiano no hacía caso. Por el contrario, con grandes volantazos, se acercaba peligrosamente a los precipicios.
Cuando coronó el pico más alto, disminuyó notablemente la velocidad y se acercó al precipicio de la derecha. Entre sus propios vómitos y lleno de terror dijo Antonio: “Maldito, tú eres…”
-¡¡Salustiano!!, dijo éste al tiempo que saltaba del coche y éste se precipitaba al vacío. Al golpear contra las rocas, hizo varios tirabuzones antes de estrellarse en el fondo, donde se desintegró en una explosión y un fuego.
Arriba, Salustiano se tocaba con fruición las cicatrices de la espalda.
Hola rafa, soy Jose, tu informatico de almeria. Me ha gustado mucho el email de salustiano. Ahora es algo tarde ya, pero en otro momemento seguire leyendo las cositas que tienes aqui. Un abrazo fuerte.
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