Benito llevaba varios días recorriendo los campos en torno a la casa cortijo, agachándose aquí y allá, levantando una piedra, mirando entre los arbustos en frenética actividad. De tarde en tarde encontraba algo que encerraba en un zurrón tejido de esparto que llevaba pendiente de su hombro. Terminado el almacenaje volvía a reemprender su obstinada búsqueda. Pero dejemos a Benito en su faena mientras decimos algunas palabras acerca de él. Si es que algo hay que decir:
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II
Hijo de Antonio San Millán, aparcero del cortijo, Benito era un mozarrón bruto donde los haya. Hecho a los terrones y sementeras, a duras trillas y peores siegas, nada del campo le era ajeno. Por aquellos pagos gozaba fama de hipnotizar animales y, aún más, de hablarles en su propio lenguaje y no era raro verle venir con una gallina aparentemente muerta a la que luego dejaba en el suelo para que esta saliese corriendo entre el asombro de los presentes y las carcajadas del hipnotizador. Su bagaje cultural se limitaba a leer dificultosamente y escribir de un modo casi imposible. Pero era un mozo feliz. Quiero decir que, si el pez era feliz en el agua, también lo era Benito en el campo, que no quiere este narrador meterse en otros difíciles entresijos del término felicidad.
Y como pez en agua continuó aquellos días, terminada su labor, inmerso en su otra particular faena.
Así llegó el día en que hubo que desgranar las mazorcas de maíz.
III
La noche de las mazorcas se reunían los campesinos y campesinas de los alrededores para ayudar a desgranar el maíz. De las pocas fiestas sociales que se producían por aquellos lares ésta era una. Y verdaderamente importante. A ella acudían los mozos con su pantalón de pana nuevo y su mejor camisa blanca. Las mozas dedicaban parte de la tarde a planchar sus faldas y refajos y a ponerse un poco de colorete aquí y allá, que no se note mucho, para realzar la belleza de sus ya tostadas caras.
Ese año no iba a ser menos que otros años. Ni Tona iba a ser menos que las demás. Arreglada bien temprano, se encaminó, recogiéndose la falda para no estropearla con la maleza, hacia la vereda que la llevaría al pago Fernández. Habría recorrido más de la mitad del camino cuando vio venir a Benito que portaba al hombro su zurrón. Hola, Tona; te veo guapa esta tarde, dijo Benito. Por toda contestación Tona devolvió un rubor de amapola y una sonrisa. Benito se situó a su lado y continuaron caminando, ella en silencio, él silbando no sabemos qué tonadilla.
Cuando llegaron al porche de la casa el sol mostraba sus últimos resplandores tras la serrata. Saludaron a los mozos y mozas que ya habían llegado. Se acomodó Tona sobre un pocete de pleita y Benito volvió hacia su casa sin dejar de silbar su tonadilla.
La gran habitación de la entrada tenía ambas puertas abiertas, con lo que se ampliaba con el porche, sumándose así un gran espacio. En el porche, apiñadas en forma de cono, había una gran cantidad de mazorcas de maíz. Los mozos, alegres, se pasaban de unos a otros un par de botas de vino de las que daban largos tragos, volcando sus cabezas atrás y elevando las botas lo más alto posible sobre las mismas. Era un alarde de habilidad al que las muchachas respondían con bien timbradas risas. Al tiempo, que no está nada de mal, y, por el contrario, es cosa plausible, mezclaban el placer con el trabajo, desgranando con rapidez las mazorcas, con lo que el montón iba disminuyendo de tamaño, convirtiéndose en tronco de cono cada vez de menor altura.
Iría mediada la faena cuando apareció Benito, pantalón de pana marrón y camisa blanca, con su inevitable zurrón al hombro. Apañóselas el mozo -saltando por encima de unos sí y otros también- para acomodarse al lado de Tona, a la que empezó a susurrar no sabemos qué en el oído. Lo que sí sabemos, ya que era del todo evidente, es que Tona se ruborizó. Pronto acaparó Benito una de las botas de vino, de la que bebió generosamente antes de aparcarla entre sus piernas. Así entre chascarrillos y risas, entre bromas y canciones fue transcurriendo el tiempo. Serían pasadas las diez, que en el campo poco se usan los relojes, cuando Antonio San Millán disminuyó la potencia del motor de un viejo tractor que utilizaban como grupo electrógeno, lo que cambió en agonizante la enfermiza luz con la que trabajaban. Y, como si esto hubiera sido una señal, pasaron de contar chistes e historias divertidas a otras de difuntos y aparecidos; de cierta bruja que andaba por la era y algún fantasma que otro que siempre había alguien que había visto, ora por el pajar, ora trasponiendo por el monte. Las risas anteriores, francas, ruidosas y alegres, se mudaron por otras más nerviosas entrecortadas por silencios y ayes desmayados. Ello sin contar con Tona que, bien por su corta edad bien porque era así su natural, se apretaba, toda amedrentada, contra Benito. Sonreía el mocetón y, cuando el ambiente estaba más tenso y más encogidos los corazones por el miedo, admitido o disimulado, abrió sigilosamente su zurrón soltando por la estancia un puñado de culebras que, por mor de su naturaleza, culebrearon en todas direcciones. Los gritos de pánico y las carreras solo fueron superados por las carcajadas de Benito, que, por fin, había dado suelta a lo que había sido el motivo de sus anteriores búsquedas misteriosas.
Mozos y mozas desaparecieron rápidamente en la oscuridad entre el estruendo de las carcajadas de Benito.
Cuando Benito volvió a su ser desde tan estruendosa y rural felicidad, la estancia estaba vacía.
A su lado yacía Tona.
La víbora que, mezclada entre las otras serpientes, la había mordido, reptaba desde el porche hacia la oscuridad de la noche campesina.