jueves, 30 de diciembre de 2010
lunes, 22 de marzo de 2010
Sistemas del Cuerpo Humano
He traducido estevídeo del inglés y lo he adaptado para que sea fácilmente comprensible y sirva de repaso de cómo funciona el organismo humano.
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vida
viernes, 19 de marzo de 2010
jueves, 4 de marzo de 2010
ODA AL SOFÁ
Viejo sofá que callas mis secretos,
sillón y banco amigo que sabes de mis sueños,
meseta en que me tumbo a pecho descubierto,
a sangre descubierta; sin rubor, entre amigos,
te quiero agradecer, amigo inanimado,
todo tu apoyo, tu infinita paciencia
que soporta mi cuerpo, tibia cuna,
como amante feliz y silenciosa.
Sobre tu cielo azul de terciopelo
amar, soñar, vivir, contar estrellas,
buscar desiertos infantiles
donde encontrar camisas de culebra,
rabos de lagartija y batracios hinchados
es revivir, vivir dos veces,
lo que vive el resto de la gente.
Mas dejemos los sueños, y a lo práctico:
Tantas veces me libraste del suelo, ¡oh, sofá!,
que te estaré por siempre agradecido.
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miércoles, 3 de marzo de 2010
EL EMAIL DE SALUSTIANO
Poco trabajo costó a Salustiano encontrar la URL (Uniform Resource Locutor o Localizador Uniforme de Recursos) de Antonio. Puso su nombre en el buscador y éste se vanaglorió de dársela en 0,14 segs. La copió cuidadosamente, ya que estaba en un Cibercafé y no disponía de tiempo, y la guardó en el bolsillo superior de su chaqueta.
Al mediodía en su casa la copió en el portapapeles y la pegó en la barra de su navegador.
Comenzó a navegar por ella.
Efectivamente era el mismo Antonio Pérez que vivió en su pueblo. El mismo señorito que tantas veces le humilló, que tantos golpes le dio. Aún conservaba en la espalda varias cicatrices producidas por golpes con la fusta. Bien es verdad que le daban de comer, pero siempre las sobras y a cambio de un trabajo de esclavo. ¡El señorito! Pero peor era su hermana, Susana. Poseía tanta maldad como belleza. Salustiano estaba prendado de ella, pero todo intento de mirarla a la cara era respondido con un golpe.
Navegando por la página vio que les iba muy bien. Si de jóvenes eran ricos, ahora lo eran más. La pequeña fábrica de perfumes que tenían en el pueblo se había convertido en una cadena nacional de establecimientos.
Salustiano recordó. Y meditó.
Posteriormente escribió un mensaje de correo electrónico.
Los padres de Antonio y Susana eran ancianos y vivían aún en el pueblo. Llenos de achaques de la edad y enfermedades, en cualquier momento podían emprender el último viaje, Ni Antonio ni Susana querían a sus padres, pero no perdían contacto con ellos por temor a ser desheredados.
Nada de esto se le escapó a Salustiano cuando escribió su e-mail.
Posteriormente siguió navegando por Internet desde donde imprimió un plano detallado de la ciudad. Señaló en él el domicilio de los hermanos, para lo que se valió de los datos que figuraban en su web. Abrió después la bandeja de salida de su correo electrónico y releyó el mensaje: “Queridos primos, vuestro padre se encuentra muy mal y requiere vuestra presencia, ya que quiere rehacer testamento. Mañana a las diez de la mañana irá un hombre de su confianza a recogeros, él os traerá al pueblo. Tras el acto notarial, os devolverá a la ciudad. Vuestra prima, Matilde”.
Satisfecho con su contenido, sonrió y le dio salida.
Se tumbó sonriente en la cama y se dedicó a descansar. El sol de octubre entraba casi horizontal por la ventana. El sopor se fue apoderando de su cuerpo. Pasado un rato estaba profundamente dormido. Poco después la noche fue cerrando sus postigos.
Era en la calle noche cerrada cuando se levantó Salustiano. Tras asearse, desayunó abundantemente y se situó ante un espejo encendiendo todas las luces del salón. Se observó en el espejo y quedó satisfecho. La iluminación era buena. Sacó de un cajón un gran mostacho negro y procedió a pegárselo con toda minuciosidad. Cuando hubo terminado y quedó satisfecho, se colocó una peluca de pelo largo, rizado y moreno, que colocó sobre el suyo, rubio y corto. Se tocó con una gorra de visera y completó su atuendo con unos desgastados pantalones vaqueros, una chupa de cuero negro y unas gafas oscuras. Sonrió al comprobar que ni su buena madre lo reconocería.
Cuando Salustiano salió a la calle un perro famélico olisqueaba en la basura y la luna, en cuarto creciente, se diluía con las luces del día. Miró su reloj. Eran las ocho. Disponía aún de dos horas.
Entró en una cafetería próxima, que solía frecuentar. Tomó café sin ser reconocido. Echó un vistazo a la prensa, aunque sus pensamientos estaban en otro lugar. Miró de nuevo su reloj. Ya era hora. Pagó y se encaminó al aparcamiento donde tenía el coche.
A las diez en punto estaba en la puerta del chalet de los señoritos, quienes subieron al coche sin siquiera saludarle.
-¿Cómo está el viejo?, dijo Antonio.
-Mal, contestó Salustiano.
-Pues dese prisa, hombre.
Salustiano estaba esperando la señal. Pisó a fondo. Las ruedas chirriaron en el asfalto, donde dejaron su firma de goma y humo.
La carretera se encaminaba hacia la sierra, por lo que cada vez se hacía más curva, pero Salustiano no levantaba el pie del acelerador. Los señoritos se iban poniendo pálidos mientras se batían de izquierda a derecha y de delante atrás. Progresivamente fueron cogiendo altura entre grandes barrancos. Susana gritaba “pare usted”, pero Salustiano no hacía caso. Por el contrario, con grandes volantazos, se acercaba peligrosamente a los precipicios.
Cuando coronó el pico más alto, disminuyó notablemente la velocidad y se acercó al precipicio de la derecha. Entre sus propios vómitos y lleno de terror dijo Antonio: “Maldito, tú eres…”
-¡¡Salustiano!!, dijo éste al tiempo que saltaba del coche y éste se precipitaba al vacío. Al golpear contra las rocas, hizo varios tirabuzones antes de estrellarse en el fondo, donde se desintegró en una explosión y un fuego.
Arriba, Salustiano se tocaba con fruición las cicatrices de la espalda.
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UNO Y LA LLUVIA
La lluvia caía violentamente, como si alguien hubiese tirado de la cadena de la cisterna del cielo. El viandante soltó una maldición y se caló el sombrero hasta taparse las orejas. La larga calle se había convertido en un torrente en cuestión de minutos arruinando sus zapatos y el bajo de sus pantalones. Al notarlo volvió a maldecir. Pero el viandante era un hombre de recias convicciones y fuerte voluntad, así es que siguió chapoteando sobre aquel arroyo de calle. “Tengo que llegar hasta el final, he de llegar a su casa”, se dijo y comenzó a pensar en el día en que conociò a Ella. Ella era lo mejor que le había pasado en su vida. Se conocían desde niños cuando Ella lucía dos inmensas trenzas rubias que tanto deslumbraban al viandante. Fue la compañera de sus juegos infantiles. Pasado el tiempo ese compañerismo se convirtió en amistad y, después, en amor. Por aquel entonces Ella ya no tenía trenzas, sino una hermosa melena rubia. El viandante y Ella se casaron y vivieron su felicidad en tiempos de dificultades económicas. Eran malos tiempos. Con lágrimas en los ojos Ella preparó una vieja maleta al viandante que tuvo que emigrar a un país más próspero. Volveré cuando junte un poco de dinero, dijo el viandante al despedirse y Ella le respondió con un esbozo de sonrisa mojada por las lágrimas.
Arreciaba la lluvia. El torrente de la calle se convertía en río. El agua
llegaba casi a las rodillas del viandante haciendo sus pasos más lentos e inseguros. La turbulencia de la corriente le hacía caer, pero se levantaba con más decisión y mantenía un difícil equilibrio remando con las manos. Después de tres años de ausencia no había lluvia que le impidiese abrazar a Ella. Ya no le preocupaba el traje que compró para el reencuentro. No le importaba su aspecto. Solo quería llegar, llegar, llegar. Sentía frío, pero lo soportaba pensando en la calidez de los brazos de Ella. Llegar, llegar, llegar, este único pensamiento ocupaba su mente, le dominaba y al mismo tiempo le daba fuerzas.
Entró en su casa desfallecido, pero se recuperó y empezó a llamar a Ella. Ante la falta de respuesta corrió por toda la casa abriendo y cerrando puertas cada vez con mayor ansiedad, pero Ella no estaba. Jadeaba mientras andaba nervioso por el piso. Tropezó entonces con la trampilla del sótano. La levanto con ansiedad…
En el sótano, inundado, flotaba sobre el agua la rubia melena de Ella.
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JUAN ENTRANTE
El día que ejecutaron a Juan Entrante nadie lloró en Extrarradio. Hay quien dice que, cuando el garrote destrozó su cuello, se oyeron carcajadas por los cementerios donde yacían los restos de sus víctimas.
A su entierro asistió un viento fuerte que arrastró su alma desalmada hacia el desierto.
La estación estaba vacía. Un viejo vagón reposaba sobre los raíles oxidados. La hierba, que había crecido hasta cubrir sus ruedas, era agitada por el viento del desierto. Por las calles de Extrarradio corría la soledad como un escalofrío. Los ecos de un portazo rebotaban en las esquinas mordidas por el viento, pasaban los umbrales de puertas carcomidas, resonaban en los oídos de ventanas ruinosas.
El viajero venía andando con un paso cansado. El polvo del desierto impedía ver su cara. Solo se vio su figura, alta, delgada, esquelética, que el calor del mediodía hacía fantasmal. Dos viejas desdentadas, que lo vieron, cerraron los postigos aterradas. Una rata corrió a su madriguera al tiempo que un puñal helado rasgó el calor del mediodía.
Fúnebres carcajadas resonaron en las calles de Extrarradio cuando el viajero las cruzaba. Las viejas no pudieron soportar el intenso olor a podredumbre. La rata reventó por el hedor.
Cuando el viajero siguió su camino dejó atrás un pueblo lleno de maldiciones.
Yo no lo vi, pero hay quien dice que era Juan Entrante.
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EL TREN
Habíamos cogido el tren en la estación de Extrarradio. Tuvimos que apresurarnos porque solo se detenía un minuto y bajaron varios pasajeros. Por fin conseguimos acomodarnos en un compartimento vacío. Era nuestro viaje de bodas y, la verdad, preferíamos estar solos. Era un luminoso día de otoño. Cogidos de la mano veíamos la fuga del paisaje por la ventanilla. Soñamos. No sabría decir cuánto tiempo pasó. Nuestro ensimismamiento se vio interrumpido por la entrada de una pareja de ancianos que se acomodaron enfrente de nosotros. Sonrieron e inclinaron levemente la cabeza como saludo. Nosotros respondimos “buenas tardes” y seguimos los cuatro en silencio. Disimuladamente los fui observando. La mujer, pequeñita y arrugada, vestía un traje negro que contrastaba con su pelo níveo. Sus ojos eran de un color difícil de definir, pero había algo torvo en su mirada. El marido tenía un aspecto elegante,
esbelto para su edad que no calculo en menos de ochenta años. Vestía un traje gris, camisa negra de cuello desabrochado, un sombrero también gris de ancha ala, desplazado hacia delante cubría casi toda su cara, dejando ver una bien cuidada perilla blanco amarillenta. Parecía dormitar recostado en el respaldo de su asiento.
Cuando la mirada de mi mujer coincidió con la de la anciana un estremecimiento corrió por todo su cuerpo. Apretó su mano contra la mía hasta hacerme daño. Aunque no dijo nada estaba muy asustada. La anciana sonrió y asintió con la cabeza con el mismo movimiento del saludo al entrar. Ya no sé decir qué significaba aquel balanceo de cabeza. No sé por qué me vino a la cabeza un gesto de Nerón en el circo con el pulgar dirigido hacia abajo. Yo también sentí un escalofrío.
Sin hablarnos, cogimos nuestra pequeña maleta y nos dirigimos a otro compartimento.
Me extrañó encontrar uno vacío con tanta facilidad, pero no le di entonces mayor importancia. Llevábamos acomodados en él unos minutos cuando entró de nuevo la pareja. Él se había levantado el sombrero dejando ver su cara. Y su mirada. Sus pupilas negras se tornaban rojas por momentos. Su mirada…, no sé cómo describirla. Lo más parecido que se me ocurre es que era la maldad. Era sucia y te ensuciaba al mirarte.
esbelto para su edad que no calculo en menos de ochenta años. Vestía un traje gris, camisa negra de cuello desabrochado, un sombrero también gris de ancha ala, desplazado hacia delante cubría casi toda su cara, dejando ver una bien cuidada perilla blanco amarillenta. Parecía dormitar recostado en el respaldo de su asiento.
Cuando la mirada de mi mujer coincidió con la de la anciana un estremecimiento corrió por todo su cuerpo. Apretó su mano contra la mía hasta hacerme daño. Aunque no dijo nada estaba muy asustada. La anciana sonrió y asintió con la cabeza con el mismo movimiento del saludo al entrar. Ya no sé decir qué significaba aquel balanceo de cabeza. No sé por qué me vino a la cabeza un gesto de Nerón en el circo con el pulgar dirigido hacia abajo. Yo también sentí un escalofrío.
Sin hablarnos, cogimos nuestra pequeña maleta y nos dirigimos a otro compartimento.
Me extrañó encontrar uno vacío con tanta facilidad, pero no le di entonces mayor importancia. Llevábamos acomodados en él unos minutos cuando entró de nuevo la pareja. Él se había levantado el sombrero dejando ver su cara. Y su mirada. Sus pupilas negras se tornaban rojas por momentos. Su mirada…, no sé cómo describirla. Lo más parecido que se me ocurre es que era la maldad. Era sucia y te ensuciaba al mirarte.
Nos volvimos a cambiar de compartimento. Ahora sí me sorprendió comprobar que el tren estaba vacío. Se apoderó de nosotros el miedo, ya que no había hecho ninguna parada.
Nos metimos en el más alejado al que dejamos los ancianos, pero fue todo inútil, ya que aparecieron al momento. Sus cabezas oscilaban con un ritmo más rápido y sus sonrisas eran más amplias. Yo temblaba visiblemente mientras me bañaba un sudor frío. Al mismo tiempo, una extraña sensación de calor se apoderaba de mí.
El corazón me golpeaba en el pecho. La vista se me nublaba. Apenas distinguía a los ancianos. Pero sí percibía sus miradas. El calor interior iba subiendo, ya era fuego. Sentí una fuerte náusea y un vómito precedió a mi pérdida de conocimiento.
Desperté tendido en el campo al lado de un arroyo. No había ni restos de tren, no había vías a la vista ni, mucho menos, ancianos.
Hubiera creído que todo fue un mal sueño.
Pero el agua del arroyo estaba roja.
Mi mujer, degollada, reposaba al lado del arroyo.
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EL AUTOR
(Algunas notas para un embrión de biografía)
Un Domingo de Ramos de 1942, a la sazón 29 de marzo, mientras un jesucristo de escayola entraba a lomos de una borriquilla, también de escayola, en la iglesia de la Purísima Concepción, yo nacía en el domicilio familiar en Vélez-Rubio, un pueblo bastante grande para lo que es común en la provincia de Almería.
Al menos eso me han contado y no tengo ninguna razón para dudarlo.
Viví entre paréntesis hasta los cinco o seis años. Sin tener que sumergirme en el subconsciente, inmersión por demás azarosa, mis primeros recuerdos datan de esas fechas. Ubicado en Tabernas (otro pueblo almeriense), jugando en la calle, yendo a la escuela, ejerciendo, en fin, de niño.
A los 14 años, a mis 14 años, y me erijo en referente temporal, mi padre vendió su negocio del pueblo y se trasladó a Almería. Yo también.
Allí hice el bachillerato y sufrí el sarampión de la pedantería del adolescente. Por aquellas fechas empecé a escribir mis primeras cosas. Afortunadamente se ha perdido y no seré yo quien las busque.
II
Andando el año 1962 fui a Granada en cuya Universidad estudié Medicina.
Hice los cinco primeros cursos con unos resultados más que notables.
Fueron tiempos de vinos y rosas, de amor y literatura, de política y de bohemia, de humanidad y humanismo.
Me casé.
Nació en Almería mi hija Esther. Quise que naciese en Almería por la absurda costumbre que tenemos algunas aves humanas de buscar los nidos de antaño auque hogaño estén vacíos. El caso es que en algún lugar tenemos que nacer, dándose también la circunstancia de que nunca lo elige el interesado. Mi hija no iba a ser menos.
Terminé mi carrera. Dada mi natural tendencia a no aumentar la entropía del Universo, no fui tan rápido en terminarla como en decirlo.
Fui médico en Ceuta durante el último cuarto del siglo XX.
En Ceuta nació mi segunda hija, Irene. Para no ser menos que su hermana mayor, ella tampoco eligió su lugar de nacimiento.
También en Ceuta, pacíficamente, casi sin notarlo, me separé de Mari, mi mujer. Mari y yo fuimos excelentes amigos y muy mal matrimonio. Con nuestra separación volvimos a la excelencia de nuestra amistad.
Con el primer albor del siglo XXI me jubilé anticipadamente. Fue cosa de mala pata. Una prótesis en la cadera derecha me puso difícil subir escaleras, permanecer de pie tres horas en un quirófano, conducir automóviles y algunas otras cosas que antes hacía aceptablemente bien aunque sin gran entusiasmo.
Desde mi jubilación vivo en Marbella donde me dedico a mi actividad predilecta: il dolce far niente.
Ah, sí; de vez en cuando escribo algo.
Pero, si me lees, no me tomes muy en serio.
Yo tampoco lo hago.
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